Me duele el alma

Estamos viviendo quizás la crisis más grande que ha tenido un gobierno de izquierda en democracia, desde el Caso Caval que involucró al hijo de la presidenta Bachelet en su segundo mandato, o el MOP Gate que salpicó al yerno del presidente Lagos. Nada de eso se compara a la bomba racimo que se dejó caer inesperadamente a metros de la oficina presidencial, en el palacio de La Moneda, instalando una de las mayores expresiones de violencia de género: la violación.

Al margen de la crisis política que esto generó, somos testigos de que el machismo está manifestándose en diversas formas y variables, desde micromachismos enquistados en el discurso hasta la arrogancia patriarcal pura y dura de parte de algunas autoridades (incluyendo mujeres), personeros varios que actúan de opinólogos de ocasión y casi la totalidad de los medios de comunicación.

No basta haberse proclamado un gobierno feminista para que, ante esta acusación, afloren sesgos y estereotipos que dan mérito a pensar que “tal vez, quizá, puede ser”,  lo denunciado tiene una justificación.

¿De qué sirven las vocerías femeninas cuando éstas buscan explicar lo inexplicable, viéndonos a la cara a nosotras, ciento de miles que hemos sido víctimas de abuso en todos sus grados y manifestaciones?

Me duele observar y constatar que parece ser que no hemos avanzado nada. Dedicar nuestras horas mujer en sesudas reuniones de trabajo para diseñar protocolos frente al acoso y el abuso, debatir e instalar políticas públicas que garantizan poder salir solas a tomar la micro, a pasear con las amigas, a ver una película y llegar tarde, sin temor a que te ocurra algo. Cientos de papers revisados y experiencias internacionales comparadas, una nueva institucionalidad concretada en un ministerio y lideresas que han abierto caminos, para que al final del día te digan: “no debió haberse tomado dos pisco sour”, como sucedió en su momento con Antonia  Barra.

Me rebela que una decisión demore 48 horas en tomarse y que no se dé una explicación plausible, partiendo por la máxima autoridad de la nación, quien, desde una asimetría de poder, reprende en público a su jefa de comunicaciones cuando la debacle estaba en ciernes. El pedir perdón en privado, como se dijo que hizo después, tiene cero validez ante la humillación televisada en directo.

Hoy podríamos mirar esta crisis como cualquier otra en política, con la diferencia que hay detrás una víctima, lo que marca una diferencia sustancial.

Cuántos se han preguntado ¿Cómo lo está pasando ella, su familia, sus compañeras de trabajo, amigas y hermanas? Me gustaría sobre todo pedirle perdón por todos aquellos que la han vapuleado, apuntado y murmurado.

Qué ilusas en creer que habíamos avanzado lo suficiente como para declarar que el abuso de poder era cada vez menor, que ya no pueden manipularnos, rompernos y quebrarnos impunemente.

Qué ganas de decirles a todas que se tomen uno, dos, tres, cien pisco sour si quieren, que nada va a pasar y que estarán seguras al final del día. Por más que quisiera, aún no puedo decirlo.

¡Y me duele el alma no hacerlo!

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